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El hálito de la casa

martes, 09 de junio de 2015
En 1983 regalé mi libro “La Voz de la Casa” al poeta Jorge Teillier, en el casino o refugio etílico “López Velarde”, de la Sociedad de Escritores de Chile… (Refugio es más apropiado, porque allí nos protegíamos de las ignominias de la calle –que eran muchas- durante aquella “larga noche de piedra” de los 80’, cuando ser poeta era casi tan peligroso como pasar por terrorista). Jorge recibió el obsequio con su habitual cortesía y respeto por la palabra impresa, sobre todo si se trataba de escribas menos reconocidos que él…

Un mes más tarde, en el mismo lugar y con semejante mosto sobre la mesa, nuestro gran poeta de los lares me regaló una breve novela, del escritor estadounidense, -contemporáneo de Faulkner , pero con escasa fama mediática- William Goyen, cuyo título, traducido al castellano, es “La Casa del Aliento”, que yo interpreto más apropiadamente como “El Hálito de la Casa”. Con este libro, auténtico poema en prosa, Jorge gratificaba de manera tácita mi trabajo literario, inserto en la “poética del espacio”, élan vital y estético de quienes nos inspiramos en la casa de la infancia, en los sagrados lugares de la pequeña patria, en esa morada intemporal de los sueños que uno quisiera rescatar del País de Nunca Jamás, territorio de los primeros anhelos, simbolizado en la Casa que perdimos una vez y para siempre. Goyen, Tellier y yo éramos habitantes de los mismos espacios e intentábamos reconstruir con palabras aquellos muros de argamasa o madera derruidos por el tiempo, pero susceptibles de ser alzados de nuevo con estos adobes o maderos verbales con los que todo poeta construye su mundo para derrotar el polvo de las penurias y conjurar la ceniza del olvido. Asimismo, animar a los seres que la vivieron, rescatando a las muchachas en flor, a las reinas de otras primaveras, a los camaradas de aventura y pecado…

Leí la bella pieza lírica y lárica de Goyen, esa misma noche, robando al sueño momentos que aún acostumbro a hurtar, porque llegará en breve el tiempo de dormir sin sobresalto alguno... Volví a leer “La Casa del Aliento”, un par de veces más, con igual fascinación y encantamiento. Es un verdadero poema en prosa, de principio a fin; una historia sencilla y honda de quien regresa –más bien intenta regresar- al reino perdido, en un pueblecito miserable del Sur norteamericano, enfrentándose a las ruinas físicas de la casa, a la decrepitud de los anhelos perdidos y al deterioro de los seres que aún deambulan por sus callejuelas llenas de moho, espectros que se balancean en mecedoras apolilladas...

Al final de una de mis vidas pasadas, extravié el libro; más bien quedó en el barco abandonado, entre las jarcias y velámenes rotos, junto a otros numerosos volúmenes. Yo intentaría, infructuosamente, su recuperación. Al parecer, “La Casa del Aliento” fue quemada junto a otros perniciosos libros y fotografías que desempolvaban mi abominable recuerdo… Comencé a buscarlo en librerías de viejo, en inútil periplo y persistente derrota. Recorrí las principales librerías de Buenos Aires, hice encargos, formulé solicitudes por teléfono, a través de extemporáneas cartas manuscritas y repetidos mails de carácter telegráfico… Nada. La demolición, en este caso, era total. El hada maléfica del fuego había conseguido su propósito, agregando al purgatorio ejemplares sobre temas del imaginario popular gallego, a los que echaría –digo yo- unos puñados de azufre como exorcismo postrero, aunque jamás perdí la ilusión de recuperar los folios incinerados.

Otro poeta, argentino hijo de gallego, llamado el Príncipe Irredento de Espenuca, ácrata, rebelde, fustigador verbal de tirios y troyanos, ha llegado a Chile, con el libro de William Goyen en bandolera, como quien trae una esmeralda con su jardín dibujado en el pétreo corazón, joya de palabras que volverá a proyectar sus destellos en la bendita soledad.

He tomado una decisión radical: vamos a leerlo juntos, una noche de éstas, los tres: Jorge Teillier, William Goyen y quien escribe. Disculpen… Los tres seremos leídos y descifrados por el hálito de la Casa, como si fuera la primera vez que recorremos, capítulo a capítulo, sílaba por sílaba, sus secretas habitaciones, grabadas en nosotros como perenne geografía.
Moure Rojas, Edmundo
Moure Rojas, Edmundo


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