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El buen refugio

viernes, 20 de marzo de 2015
La mariposa nocturna no sabe que va a quemarse en la luz.


Quizá sea demasiado esperar que lleguen para ti días tranquilos, de paz contigo mismo, si ya no es posible la concordia con otros, pero sigues buscándola, talvez como un viejo sueño que acariciaste desde la infancia, como impulso genético y al mismo tiempo con una buena dosis literaria que vino con las historias de espacios abiertos y de lugares amenos, sueños aventureros que se mezclaban con extrañas ansias de eremita. Pero como escribió aquel poeta griego, nunca te desprenderás de la ciudad que llevas contigo, pues todo viaje, si es simple huída, te llevará a contemplarte en el mismo espejo, donde tu imagen repetirá la desnuda verdad de tu espíritu.

Estás viejo, aunque el ánimo no haya abandonado tus pasos y cada día te atraiga el pulso de los caminos, como la primera mañana en que tu padre te llevó con él de cacería, ocasión en que se grabaron en ti, de manera indeleble, aquellos sonidos y aromas y palabras que traerían de nuevo la excitante convocatoria a buscarte a ti mismo en el mundo, en la naturaleza que sentías propia, como si ella fuese parte de ti y su pulso descomunal latiera en el tuyo, al unísono.

Ahora que toda aventura yace y palpita en los libros, vuelves una y otra vez a las amadas palabras, pero cada día resulta más arduo encontrar en ellas el buen refugio… Sucede como con los primeros frutos de la primavera, con esas primicias que antes parecían estallar en tus manos desde la carga dulce de sus sabores. Y recuerdas, ahora con dolor, la frase de Rainer María Rilke: “Sólo los niños y los pájaros conocen el sabor de las cerezas”. Es una certeza irremediable.

También la sentencia del Caballero de la Triste Figura, al regreso postrero de sus correrías desmesuradas: “En los nidos de antaño ya no hay pájaros hogaño”… Ni siquiera son las mismas aquellas golondrinas de cabecita estrellada que tu padre te instaba a reconocer en la remota aldea.

Pero no son los frutos ni los pájaros los que han cambiado, sino tú, que te has hecho viejo. Es tan sencillo como rotundo, porque no hay vuelta atrás.

Entonces, quizá sea necesario habituarse a la inclinación de tu cabeza y de tu cuerpo hacia el regazo de la tierra, que te aguarda en su cobijo final, para que restituyas el animado polvo de estrellas que te fue concedido, hace muchas décadas, en esa cópula de eternidad que mora en todas las cosas.

La tarde ha vuelto a ti. A través de la ventana observas las verdes hojas del jacarandá, en perfecta combinación cromática con los racimos de sus flores moradas, que se mecen en la suave brisa y parecen saludarte con extrañas venias… Pero nada de eso es real, aunque sean verdaderas las ilusiones de la imaginación, esa que proyecta en el mundo su ansiosa búsqueda tras el júbilo de comprender, un estado de conciencia cada vez más difícil de alcanzar, por más que apelemos al tesoro huidizo de la memoria.

Entonces, sientes el latir de una inefable congoja. Te levantas, coges ese viejo libro que un anciano trajera para ti, ha muchos años, como regalo nacido en la amistad sin mácula de las palabras. Es “Walden o la vida en los bosques”, de Henry David Thoreau, y lees:

“Ningún hombre se guió jamás por su genio hasta el punto de equivocarse. Aunque el resultado fuera la postración física, o incluso en el caso de que nadie pudiera afirmar que las consecuencias habían sido lamentables, para tales hombres existía una vida conforme a unos principios más elevados. Si recibes con alegría el día y la noche, si la vida despide la fragancia de las flores y las plantas aromáticas, si es más flexible, estrellada e inmortal, el mérito es tuyo. La naturaleza entera es tu recompensa, y has provocado por un instante que sea a ti mismo a quien bendiga. Los grandes logros y principios son muy difíciles de apreciar. Dudamos de su existencia con facilidad. Pronto los olvidamos. Pero son la más elevada de las realidades… La auténtica cosecha de la vida cotidiana es tan intangible e indescriptible como los matices de la mañana o de la noche. Es como atrapar un poco de polvo de las estrellas o asir el fragmento de un arco iris”.

Una voz, esa voz que buscaste a tientas por muchos caminos, te habla ahora desde el corazón de la casa, invitándote a la mesa. El buen refugio cierra sus brazos y te regala de nuevo el dulce milagro cotidiano.
Moure Rojas, Edmundo
Moure Rojas, Edmundo


Las opiniones expresadas en este documento son de exclusiva responsabilidad de los autores y no reflejan, necesariamente, los puntos de vista de la empresa editora


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