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La iglesia, hegemónica y totalitaria

viernes, 13 de marzo de 2015
Durante mil quinientos años, desde el siglo IV, la historia de la Iglesia Católica ha sido una pugna constante por ejercer el totalitarismo a ultranza y la hegemonía de las almas, intento sólo debilitado en la Modernidad, a partir de la separación de la Iglesia y el Estado, aunque su poder sobre las conciencias ha permanecido incólume y continúa ejerciéndose sin pausa, pese a que su potencia económica haya menguado de manera ostensible, desde los albores del siglo XIX. Los esporádicos intentos de contribuir a la justicia social, surgidos en su seno, ante las atrocidades aleves del capitalismo emergente, vienen siempre detrás de la rueda de la Historia y sólo como paliativos superficiales, engendrados más por el miedo a la revolución que por un móvil filosófico inspirado, como era de esperarse, en la doctrina evangélica de su maestro, traicionada por sus jerarcas.

Hoy, las instituciones ciudadanas del Estado de Chile no han podido ejercer con propiedad su rol frente a constantes abusos y atropellos cometidos por sacerdotes y dignatarios de San Pedro, en contra de menores de edad y de otras víctimas indefensas (casos Karadima, O’Reilly, Joannon, etc.). La jerarquía católica se encarga de neutralizar acciones punitivas y de camuflar a los hechores en sus laberintos conventuales, hurtándolos a la faz pública y al juicio comunitario, mientras personeros de la derecha ultramontana defienden, con su habitual cinismo calculador, la comisión de tales felonías, restándoles importancia o sencillamente negándolas, bajo el expediente de tratarse de injusticias o despropósitos infligidos a estos supuestos “siervos de Dios”, mediante “pruebas antojadizas e insuficientes, de claro sesgo político”.

Por un lado, el italiano arzobispo Ezzati ampara, aunque sea por evidente omisión elusiva, a los abusadores; por otro, denuncia y ataca a los escasos sacerdotes que han asumido su ministerio como vocación de asistencia, material y espiritual, a los menesterosos, a esos pobres que amó Cristo por sobre todas las cosas, en un país donde la desigualdad alcanza ribetes escandalosos. Resulta patética la consiguiente manipulación del paradigma del padre Alberto Hurtado, a quien se presenta y ensalza como curita bonachón y santo milagrero, neutralizando su actitud permanente de denuncia social y política, expresada con valentía ante los políticos y empresarios de su época.

En estas y parecidas reflexiones estaba yo, amigo lector, cuando cayó en mis manos, como hecho tal vez providencial, aunque no milagroso, el notable libro de Xosé Barreiro, “Galicia entre dos revoluciones”, que desarrolla certero análisis de la situación histórica de fines del siglo XVIII y comienzos del XIX -plena época de apogeo de la Ilustración-, en una nación aislada como Galicia, sometida al poder hegemónico de la Iglesia y a la tutela autoritaria del gobierno central de España, o “mesetario”, como lo califican opositores de las “autonomías con carácter de nacionalidad histórica”, que vienen luchando, hace más de cuatro siglos, por alcanzar el pleno ejercicio de sus derechos libertarios; léase, vascos, catalanes y gallegos.

Se podrá argüir que se trata de situaciones superadas en doscientos años transcurridos, pero la esencia de esta institución que nos ocupa –y con la que seguimos topando- permanece intacta; sus aparentes cambios son apenas una cosmética gatopardesca, que jamás modificará su estructura piramidal y mesiánica.

He aquí lo que nos dice Barreiro, cuyo texto he traducido, de la dulce lengua vernácula y galaica, al castellano imperial de los sojuzgadores, como dejara dicho don Ramón del Valle-Inclán. Veamos:

“La Iglesia penetró con su doctrina, y sobre todo, con su moral en las familias. Reforzó la autoridad paterna, menoscabando paralelamente el rol de la mujer, siempre valorada con suspicacia por la clerecía célibe, por ver en ella el reflejo remoto de una Eva a través de la cual entró el pecado en el mundo. Posiblemente el reforzamiento de la autoridad paterna (por la que la mujer pasaba de la tiranía del padre a la tiranía del marido en cuanto se desposaba) no era más que una estrategia política que buscaba imponer por la fuerza de la ley un modelo patriarcal y jerárquico de autoridad, consolidando la figura del Rey como jefe indiscutible del gobierno y protegiendo la figura del pater familiae como rector de la unidad familiar”.

“Muy vinculada a esta concepción estaba la zafia visión del ideal de la masculinidad, que en otros tiempos hiciera grande y victoriosa a España y que ahora la debilitaba con su afeminamiento (otra referencia léxica pero sobre todo conceptual referida a la mujer). No me resisto a reproducir este texto de finales del siglo XVIII, compendio de las necedades que se predicaban en los púlpitos”:

En otros tiempos (no ha muchos años) la nación española, con dejarse ver, se hacía temer y respetar: se daba un hombre una vuelta con el bigote a la oreja y se ataba el extremo de la barba en la pretina y más miedo causaban con echar la mano a la barba que hoy con sacar la espada. ¡Oh tiempos!, ¡oh nación Española!, ¿quién te ha embrujado?, ¿quién ha hecho que degeneres de tu antiguo lustre y valor? No sé qué responda. Desde que hay chocolate en España se afeminaron los hombres, se deslizaron las mujeres y aún lo más perfecto empezó a relajarse. Confieso que lloro al ver tantas culpas y este abuso de la profanidad irremediable y ha llegado a tan exorbitante extremo la compostura en los hombres, que yo sé, que visitado un médico a un enfermo, le halló con tantas cintas y compostura en la cama que juzgó era mujer.

“Mantener el equilibrio social fue otra de las responsabilidades de la Iglesia gallega. Era necesario que cada uno se sometiese al rol fijado por la Providencia en el cuerpo social. En un sermón predicado en Lugo, el obispo Armañá expuso claramente esta doctrina”:

En este orden tan sabio, tan suave, ha distribuido Dios las varias clases de los hombres, dando a cada uno aquella suerte y aquel destino que nos conduce al fin general de la humana sociedad […]. A unos les ha hecho ricos para socorrer a los pobres, a otros los ha hecho pobres para solicitar el socorro de los ricos; en aquellos ha querido ejercer la liberalidad, la caridad; en estos la paciencia, la santa resignación.

“Los misioneros que predicaban en las villas y parroquias rurales de Galicia fomentaban, no una devotio racionalizada, sino el fanatismo. Para eso no dudaban en recurrir a la falsa milagrería y a la superstición, para crear una expectación irracional, que era la atmósfera apropiada para sembrar las ideas más reaccionarias sobre el poder político y más interesadas sobre el predominio del poder eclesiástico”.

“Además los obispos podían ejercer su poder de interdicción (clausurando una iglesia o un lugar sagrado); de suspensión (para los clérigos); y de excomunión, palabra que causaba pavor entre el pueblo”.

“Finalmente, estaba la Inquisición, que se fue especializando en determinados ‘delitos’: bigamia, sodomía, superstición (siempre que no fuese la ‘oficial’, y, sobre todo, la persecución de las ideas y de los escritos heterodoxos o simplemente opuestos a la doctrina católica”.

“Todo estaba controlado, sometido a la disciplina de la Iglesia y supervisado por ésta: los vestidos de las mujeres, los adornos, las comedias, los juegos, las lecturas, los estudios y hasta el propio calendario agrícola, que venía precedido por un santo, de manera que el mundo rural gallego era como un espacio sagrado, y por eso, sólo controlado por la Iglesia. El control de la Iglesia y el control del Estado hicieron de Galicia un territorio amansado en el que las voces discrepantes tenían que buscar otros cielos más propicios”.

De esta circunstancia histórico-social surgiría quizá el último guerrero, campeón y cruzado del militarismo clerical: Francisco Franco Bahamonde (1892-1975), ungido como defensor universal de la fe por Pío XII, simpatizante declarado de Mussolini y de Hitler. Tres años de cruenta guerra civil y casi treinta y ocho de férrea dictadura avalan su catolicismo militante, y no dejan lugar a dudas acerca de su formación ideológica. En Chile advino un vástago aprovechado del ferrolano, Augusto Pinochet Ugarte, dictador y conspicuo católico, de comunión diaria y edicto de ejecución semanal.

Es curioso constatar que, en un país como Chile, gobernado durante dos décadas por coaliciones de aparente orientación de “centro-izquierda” y tímidos resabios de “socialismo renovado”, la Iglesia mantenga una suerte de poder de facto ante decisiones políticas sobre temas de relevancia social, como son la educación, el matrimonio igualitario, el aborto, la eutanasia y otros. Cualquier declaración –siempre en contrario- de la jerarquía eclesiástica, provoca hesitaciones y temblores en gobernantes, parlamentarios y funcionarios de ideología supuestamente progresista, para satisfacción tácita de su aliada histórica, la Derecha… Y aunque no quisiéramos poner en el mismo plano al auténtico pastor, que salvó la vida de miles de compatriotas, con el hoy camarada obsecuente del nuncio supervisor, cabe decir que ni siquiera el corajudo cardenal Silva Henríquez se abstuvo de manifestar, en su momento, al gobierno de Salvador Allende, el malestar de la Iglesia frente al proyecto de “Escuela Nacional Unificada”, que buscaba dignificar la escuela pública y hacer accesible la educación igualitaria a todos los sectores sociales, desde la base. Cuatro décadas más tarde, ha hecho parecida crítica monseñor Ezzati, bajo su palio purpurado, frente al proyecto de tibia reforma educacional, que él estima como amenaza a esa “libertad de enseñanza” en la su institución jamás ha creído.

Está claro: ese es el ámbito preferido de concientización ideológica que el clero dominante no quiere perder, bajo ninguna circunstancia.

Se me viene a la mente la frase de Cervantes, puesta en boca de Don Quijote, expresión de otra víctima ilustre de la Inquisición, cuando advierte a su escudero: “Con la Iglesia hemos topado, Sancho”. Es suficiente, está todo dicho: ¡Cuidado con los dueños de este mundo, y sagaces administradores del otro que los sustenta!

Estos jerarcas tonsurados, que presiden hoy la filial chilena del pontificado romano, parecen contrarios al espíritu que ha querido instaurar el controvertido Papa Francisco. No sabemos si esas fuerzas del lado oscuro prevalecerán sobre el llamado sucesor de Pedro (piedra petrificada). La experiencia histórica nos dice que continuarán gobernando en el Vaticano, y que pastores como Francisco y Juan Pablo I tienen sus días contados si se atreven a enfrentar, con temeraria decisión, los poderes de esa curia reaccionaria que defiende sus prerrogativas materiales y el atroz privilegio de jueces de conciencia en el Reino de este Mundo.
Moure Rojas, Edmundo
Moure Rojas, Edmundo


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