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Libro del desasosiego

viernes, 23 de enero de 2015
Pertenezco a una generación que ha heredado la incredulidad en la fe cristiana y que ha creado en sí una incredulidad de todas las demás fes. Nuestros padres tenían todavía el impulso creyente, que transferían del cristianismo a otras formas de ilusión. Unos eran entusiastas de la igualdad social, otros eran enamorados sólo de la belleza, otros depositaban su fe en la ciencia y en sus provechos, y había otros que, más cristianos todavía, iban a buscar a Oriente y Occidente otras formas religiosas con qué entretener la conciencia, sin ella hueca y vacía, del mero hecho de vivir. Fernando Pessoa.

Libros hay que uno hubiese querido escribir, o que ya escribió en su fuero íntimo, pero algún preclaro adelantado iba a trazar antes las líneas tangibles de su escritura, para que, al leerlo, experimentásemos esa profunda afinidad que lleva en sí el júbilo de todo hallazgo estético que puede ser, en definitiva, nuestro.

Así me ha ocurrido con El Libro del Desasosiego, de Fernando Pessoa (Lisboa; 1888-1935), aunque la pretensión de haberlo escrito yo suponga un exagerado despropósito. El maestro lisboeta, con quien comparto, además, mi condición de contable y tenedor de libros mercantiles, seguro va a perdonar mi atrevimiento.

Quizá como ningún otro autor, Fernando Pessoa sufrió desgarradoras y constantes crisis de identidad que le llevaron a crear sus famosos heterónimos, esas proyecciones de sus numerosas personalidades que constituyen voces poéticas plenamente diferenciadas, con nombres propios que aún hoy confunden a lectores desavisados, mostrándonos el asombroso y polifacético talento creativo que desarrolló, entre su ir y venir por la Rúa dos Douradores, donde estaba su sencilla morada de misántropo y la casa de comercio donde ejercía su oficio de escriba de libros de contabilidad, de lunes a sábado, rindiéndole cuentas al señor Vasques, mientras guardaba clandestinos poemas de su autoría entre entintados folios.

Escrito en prosa escueta y directa, El Libro del Desasosiego nos ofrece una visión estética y filosófica de la existencia, con atisbos poéticos y el despliegue de una ironía leve, cargada de crudo escepticismo, que vuelca sobre sí mismo, primero, como auténtico y descarnado ejercicio del humor; luego, sobre los demás, sin personalizar sus irónicas diatribas, sino profiriéndolas como quien sabe y advierte que las características y defectos que las provocan constituyen aspectos esenciales de la condición humana, en ese plano donde no existen las jerarquías ni los grados, sino la desnudez absoluta, el “espejo indesmentible de toda miseria”…

A quien como yo, así, viviendo no sabe tener vida, ¿qué le queda sino, como a mis pocos pares, la renuncia por modo y la contemplación por destino? No sabiendo lo que es la vida religiosa, ni pudiendo saberlo, porque no se tiene fe con la razón; no pudiendo tener fe en la abstracción del hombre, ni sabiendo siquiera qué hacer de ella ante nosotros, nos quedaba, como motivo de tener alma, la contemplación estética de la vida. Y, así, ajenos a la solemnidad de todos los mundos, indiferentes a lo divino y despreciadores de lo humano, nos entregamos fútilmente a la sensación sin propósito, cultivada con un epicureísmo sutilizado.

No hay aquí un lamento al modo de los románticos, ni un escepticismo de corte y razón existencialistas. Es la desnuda y lúcida visión de un poeta ante la vacuidad de su propio camino, enfrentado al interrogante esencial del ser, para lo que no tiene respuesta ni mayor apremio de búsqueda, porque no le inquieta el asunto escatológico de la salvación. Sin embargo, como portugués, Pessoa no puede escapar a la saudade, esa melancolía del existir que es como la nostalgia inmanente del paraíso perdido. La saudade lo diferencia de Kafka; el pesimismo rotundo lo distingue de Marcel Proust, ese otro gran indagador de la interioridad, que no obstante creía en la redención inquisitiva y morosa de la memoria.

Mañana también desapareceré yo de la Calle de la Plata, de la Calle de los Doradores, de la Calle de los Lenceros. Mañana, también yo -el alma que siente y piensa, el universo que soy para mí- sí, mañana yo también seré el que dejó de pasar por estas calles, el que otros vagamente evocarán con un "¿qué será de él?" Y todo cuanto hago, todo cuanto siento, todo cuanto vivo, no será más que un transeúnte menos en la cotidianeidad de las calles de una ciudad cualquiera.

Se trata de un libro que puedes leer de modo fraccionado, abriéndolo en cualquier parte, pues carece de secuencia cronológica y no es un diario de vida ni unas memorias de literato situadas en tiempo acotado y circunstancias precisas. Es la vida que fluye, a través del cauce irregular de la memoria, buscando sus fuentes y regatos, sin otro propósito que contarse a sí mismo, al modo de Machado, “conversando con el que siempre va conmigo”.

Pessoa no fue conocido ni reconocido en su tiempo. Pasó como un transeúnte más de la Rúa dos Douradores, ese pequeño y gran universo que se ofrecía a sus ojos, infinito firmamento de la ciudad de Lisboa, donde hombres y mujeres eran estrellas diminutas que le habían enviado su luz desde tiempos remotos y siderales, aunque él los mirase deambular desde el balcón de su despacho.

Me asomo, desde una de las ventanas de la oficina abandonada a mediodía, a la calle en la que mi distracción siente movimientos de gente en los ojos, y no los ve, desde la distancia de mi meditación. Me duermo sobre los codos, donde me duele la barandilla, y sé de nada con una gran promesa. Los pormenores de la calle sin animación por la que muchos andan se me destacan en un alejamiento mental: los cajones apiñados en el carro, los sacos a la puerta del almacén del otro y, en el escaparate distante de la tienda de ultramarinos de la esquina, el vislumbre de las botellas de ese vino de Oporto que sueño que nadie puede comprar. Se me aísla el espíritu de la mitad de la materia. Investigo con la imaginación. La gente que pasa por la calle es siempre la misma que ha pasado hace poco, es siempre el aspecto fluctuante de alguien, manchas sin movimiento, voces de incertidumbre, cosas que pasan y no llegan a suceder.

El desasosiego de este libro es una invitación a indagar, sin pausa, en nuestra intimidad de seres conscientes y a la vez perturbados por preguntas que nadie parece capaz de responder, y cuyo enigma quizá sea, al estilo de Pessoa, el atisbo de una respuesta que vemos desde la ventana de un piso alto, pero que si descendemos en su busca, se habrá volatilizado, como sombra fugitiva en el laberinto de calles sin nombre.

Por la calle llena de cajones van los cargadores limpiando la calle. Uno a uno, con risas y dicharachos, van poniendo los cajones en los carros. Desde lo alto de mi ventana de la oficina, yo los voy viendo, con ojos lentos en los que los párpados están durmiendo. Y algo sutil, incomprensible, ata lo que siento a los cargamentos que estoy viendo hacer, una sensación desconocida hace un cajón de todo este tedio mío, o angustia, o náusea, y lo sube, a hombros de quien bromea en voz alta, a un carro que no está aquí. Y la luz del día serena como siempre, luz oblicuamente, porque la calle es estrecha, sobre donde están levantando los cajones -no sobre los cajones, que están a la sombra, sino sobre la esquina, allá al final, donde los cargadores están haciendo no hacer nada, indeterminadamente.

Entre esos tesoros que nos ofrece la rara abundancia cibernética, está el de acceder a libros virtuales, si no podemos adquirirlos en el insustituible formato de papel, donde la lectura es tacto, aroma, textura suave o áspera que acariciamos con dedos ávidos, como un amante que se apresta a desnudar a la amada.

El Libro del Desasosiego puede extraerse de Internet, como infinidad de títulos que están hoy disponibles para lectura gratuita. También este libro mío, que compongo con mi lenguaje y con trazos y palabras de otros textos –citándolos, sin las malas artes del plagio y el copy page- puede ser obtenido desde la red electrónica, sin pago previo ni posterior. No será un desperdicio, en el caso del libro de Fernando Pessoa, ni menos una falsa expectativa, aunque sin duda ni aprensión, los lectores quedarán perennemente desasosegados, como lo estoy yo, para siempre, aunque mi amigo Fernando (el chileno) asevere que el alma es inmortal y mensurable en su peso específico, igual que una mercadería cualquiera.
Moure Rojas, Edmundo
Moure Rojas, Edmundo


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