Adiós, saharauis, adiós

Entre las desgracias sufridas por los saharauis, beduinos de un desierto por el que viajaban libres antes de la limitada colonización española, está su entrega ilegal al reino de Marruecos en 1976.

Ni siquiera gozan de la riqueza que proporcionan sus minas de fosfatos, ricos fertilizantes, sus aguas de gran producción pesquera, y ahora del petróleo que quizás hay en su plataforma continental, que va hasta las islas Canarias, y que se repartirán entre Marruecos y España.

Se le añade a sus desgracias el resurgir del fanatismo islamista y el deseo de grandes masas de africanos pobres, pero jóvenes y prolíficos, de llegar a través de Marruecos a la cercana España, primera parada de una Europa rica, pero decadente y avejentada.

Si en un referéndum organizado por España, como reclama la ONU, los saharauis decidieran autodeterminarse de Marruecos, quedarían como propietarios de fosfatos, pesca y petróleo.

Pero España trata de mantener relaciones especiales con Marruecos y no con sus antiguos colonizados porque frena en su interior los movimientos actuales más peligrosos para la estabilidad europea: el islamismo yihadista y las olas migratorias.

Pero ahí está el destino siempre duro de este pueblo que en el censo español de 1974 tenía 74.000 personas, pero que ahora podía alcanzar el medio millón, sumando unos 350.000 que viven en la zona controlada por Marruecos y los 150.000 que malviven como refugiados en los campamentos argelinos de Tinduf.

España acaba de ampliar su plataforma continental a partir de Canarias. Y aunque no afecta al Sahara Occidental, los defensores de los saharauis protestan por no recordársele a la ONU la situación política de la cercana excolonia.

Quieren olvidar que Marruecos es nuestra autoprotección: el seguro de una bomba cargada con la metralla más temible.