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Evocación de Maruxa en la Casa de Rosalía

domingo, 09 de noviembre de 2014
Mientras evoco a Maruxa Villa­nueva, pienso que el pasado tiene algo más que la fuerza de la nostalgia; el pasado nos proyecta al porvenir, nos hace entender y soportar el presente, con su carga de ásperos apremios.
Hoy, que vuelvo a cumplir el rito de visitar a Rosalía, recuerdo a Maruxa Villanueva, alma de esta casa du­rante tantos años, fiel guardiana de la Poetisa, anfitriona gentil en la porfia­da reconstrucción de la memoria...
Frente a la estación ferroviaria, en el sector de La Matanza, flanqueada por vetustas murallas de piedra de las que cuelgan tupidas enredaderas, es­tá la casa-museo 'Rosalía de Castro', donde vivió la poetisa sus últimos años. Una edificación de piedra, de dos plantas, austera y señorial en sobrio aire de hidalguía Gallega, rodeada por jardín de árboles centenarios, es la morada donde se venera la memoria viva de la ‘dulce Rosalía’… Ya en su lecho de muerte, pidió a su hija Gala: "Abre la ventana, quiero ver el mar". Por cier­to, no puede verse el mar desde Padrón, pero el anhelo desmesurado y el delirio, componentes de toda gran poesía, exigieron a sus ojos, en el momento postrero, la contemplación de azules horizontes. Quizá iba a ser semejante, sesenta años después, el deseo de nuestro gran poeta, Vicente Huidobro, grabado como epitafio en la villa de Cartagena, en el remotísimo Chile: "Abrid esta tumba; dentro de ella se ve el mar".

Maruxa Villanueva, octogenaria actriz y declamadora, activa gestora cultural, que viviera largo y fructífe­ro exilio en Buenos Aires, la 'Atenas gallega' durante el franquismo, fue la diligente celadora. Con qué orgullo me acompañó entonces en cada una de las dependencias; me mostró libros, reliquias, y objetos que engala­naron los rincones de la casa.
(El dormitorio de la poetisa es amplio, de cielo bajo, lo que produce una sensación de cálida intimidad. La abundante piedra porosa de las canteras galaicas es suficiente orna­to, realzada por la bella piel de la ma­dera de castaño y roble.)

(La emoción es apacible, como la vista del valle rodeado de boscosas colinas que disfruto desde el pequeño balcón… Sí, podría ser un mar de verdes ondas, el verde mar de Federico, que supo amar a Galicia… al fondo, tras la línea del ferrocarril, hacia el norte, una gran fábrica de alimentos quiebra la armonía del paisaje, pero su nombre mitiga la disonancia y regala eufonías del diptongo: 'Bouzas Hermanos': Touza, Ourense, cousas...).

En el patio trasero hay un enor­me castaño de espeso follaje, -Lo plantó Rosalía, me contó Maruxa, y arrancó dos hojas, ofreciéndomelas como recuerdo, -En las noches de primavera, el viento que penetra por la ría hace cantar el ramaje, y si us­ted presta atención, escuchará poe­mas enteros de 'Follas Novas', su li­bro más perfecto...

(Esta tarde lluviosa de mayo del 83 fui el único visitante. -Hay escasa afluencia los días de semana, a no ser que irrumpan jóvenes estudiantes de la universidad compostelana, -me di­jo entonces la voz agarimosa de Ma­ruxa...).

Vuelvo con el murmullo de su acento... Me refugio en mis libros. En el tren a Santiago leo un acerta­do escrito de Xoán Naya: "Una lu­minosa mañana de julio de 1885, expiraba Rosalía de Padrón... Aquí había compuesto muchos versos que jamás verían la luz; aquí había dedicado largas horas a la educación de sus hijos; aquí, pues, cerca de la casa solariega de. Retén, donde tendría que haber nacido y no nació, voló su espíritu a la eternidad, fati­gada el alma, quebrado el cuerpo peor tensos y terribles sufrimientos como un augurio de su fin, que ha­bría de ser en el verano, compuso aquel poema:

“Sintiéndose acabar con el estío
la desdichada enferma,
-¡Moriré en el otoño!
pensó entre melancólica y contenta,
y sentiré rodar sobre mi tumba
las hojas también muertas”.


Surgen dos o tres iglesias de pie­dra, cuyas torres son modesto reme­do de la Iglesia Mayor del Apóstol. Tras una colina que el tren desdibuja, las cúpulas de la catedral alzan las agujas coronadas que sirvieron de orientación a millares de peregrinos que confluían, como hoy, desde leja­nas tierras, a rendir esforzado tributo a la ciudad estrellada.
Entro en el bar de Ramón, de la Rúa Doctor Teixeiro, don­de se reúnen buenos conversadores gallegos, como Manuel Salgado y Xosé Luis Méndez Ferrín... El jerez tiene distinto sabor. Brindo por esta patria del finisterre adoptada por mis sueños, por sus mujeres como árbo­les del bosque sagrado.

-Salud, Ramón, por Maruxa...
- Home, ¡saúde!
Afuera comienza a llover y la no­che cobija sus nostalgias en Compostela.
Moure Rojas, Edmundo
Moure Rojas, Edmundo


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