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Fallo multiorgánico

jueves, 23 de octubre de 2014
Asistimos en estos tiempos, de asombro continuado y asco añadido, a la alteración de prácticamente todo lo que entendíamos como normal.

Aprendimos desde nuestra salida a bolsa en la vida que ésta no es justa, pero nos hemos dado unas formas más o menos globales de mínimos aceptables para la convivencia pacífica. Una forma de organización que, emulando a la antigua y ahora destrozada Grecia, dimos en llamar democracia: el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo; el que se ha quedado siempre en accesos formales que varían según la escala en la que se encuentre nuestro lugar de origen en el concierto mundial y sus órdenes de poder.

De más está decir que un sistema parlamentario no garantiza una democracia y que muchas de las llamadas democracias, incluso las más consolidadas, hacen agua en temas sociales, y lo que sí consolidan es la estratifican en clases y los beneficios y pérdidas que se desprenden de la pertenencia a cualquiera de ellas. Para decirlo en forma gráfica, se aplica la conocida ley del gallinero.

Todo esto porque el sistema que está detrás de bambalinas, el capitalismo, actualmente en su estadío más salvaje, conlleva una exégesis injusta, en la que una mayoría sirve con su trabajo devaluado al enriquecimiento sangrante de una casta todopoderosa.

En fin, aunque aceptemos (porque de momento no nos queda otra) capitalismo como animal de compañía, y ya centrándonos en esta tierra diversa e incomprendida a la que llamamos genéricamente España, no podemos sino darnos cuenta de que aquí se han transgredido todos los esquemas más o menos consensuados de cualquier tipo. Algo así como si alguien hubiera destapado a un tiempo todas las cloacas y el olor nauseabundo se filtrara sin piedad por nuestro aparato respiratorio.

Francamente, dudo mucho que más allá de los grandes beneficiados de este disparate, alguien pueda encontrar el menor sentido a las noticias cotidianas, cada vez más cloacales.

Ahora mismo, en todo el estado, el sistema está dando, sin duda, fallos multiorgánicos, unos fallos que exigen, para una recuperación regenerativa del organismo, llegar hasta el fondo mismo de la putrefacción y cargarse -en sentido figurado- a todos y cada uno de los elementos podridos, vengan de donde vengan. A todas y cada una de las instituciones contaminadas que han subvertido o pervertido sus cometido existencial básico.

La distribución de las famosas tarjetas opacas entre una panda considerable de desvergonzados y desvergonzadas de toda laya, ha dejado al descubierto la corrosión de una estructura que reclama arreglos verdaderos y no sólo una limpieza de fachada.

Al parecer, con las diferencias inherentes a la casta a la que se pertenecía (también para esto hay clases), unos privilegios que cualquier ciudadano o ciudadana consideraría obscenos, igualaron a la muy baja (a la altura del betún, para entendernos) a tirios y a troyanos. Desde los más empinados en el cenáculo de los depredadores hasta aquellos que fueron designados por sindicatos o partidos comprendidos dentro del marco de una supuesta línea de izquierda o de progreso.

No es de extrañar, luego, que las personas que bregamos día a día con la crisis que estos malnacidos nos metieron en las mochilas, nos sintamos víctimas de una estafa a gran escala, no ya de nuestras míseras posesiones, sino, y esto es verdaderamente importante, de nuestra capacidad de creer en el prójimo. En aquel o aquella que tiene la obligación de servir a ese pueblo anónimo (y por lo que se ve tonto de remate) que los ha elegido.

La lista es tan extremadamente profusa que resultaría inabarcable, en unas simples reflexiones, dar acabada cuenta de la magnitud de su desastre. Pero es obvio que todas y todos la conocemos. Es decir, conocemos aquello que ha reventado como pústula sin remedio, aquello que pese a los esfuerzos denodados –y sucios- del poder por ocultarlo, le ha resultado imposible escamotear a la opinión pública. No quiero ni pensar en lo barrido y ocultado debajo de todas las alfombras.

Las black is black, tan repugnantes en sí mismas, sirven de cortina de humo para ocultar las preferentes y subordinadas (uno de los atracos más repulsivos a los ahorros de toda la vida de tanta gente), los miles de millones de euros que se recortaron a gastos esenciales para sufragar el desastre de la banca, e incluso el que nos hayan traído el Ébola a casa y al continente (en su continua ineptitud y desprecio por las vidas humanas que no sean las propias) y que luego lo hayan gestionado de la peor manera posible. Eso, hasta el próximo escándalo que no puedan parar, o que dejen salir para correr otro estúpido velo.

Insisto, esto no se arregla con caras más o menos atractivas e ideas caducadas, no se arregla cambiando de puesto a los indeseables (la RAE podría ir despidiendo, para hacer sitio en la próxima edición, al verbo dimitir; nadie lo utiliza), no se arregla con palabras ni gestos que pretenden elocuencia. Fallo multiorgánico: o se regenera el cuerpo social al completo o nos quedaremos sin adjetivos que definan la barbarie que se asoma.

Sólo el pueblo salvará al pueblo, vieja pero efectiva consigna. Pensemos y actuemos en consecuencia. De no hacerlo nos convertiremos en tristes cómplices en la sombra, en los personajes sin rostro que quieren que seamos, en una caricatura grotesca de lo que tanto criticamos, en las y los artífices de nuestra propia ruina.
Darriba, Luz
Darriba, Luz


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