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Lo que se lleva el viento

martes, 21 de octubre de 2014
"La vida es una historia con un tema único: el fracaso.
Lo demás es pura anécdota y el viento se lo lleva."
John Huston



En una de las primeras cartas que recibí del primo Rafael Meza Torres, Falelo, desde Suecia, hará treinta años, me contaba de una experiencia que había tenido durante el largo invierno hiperbóreo. Al encender por la noche el televisor se produjeron ruidosas interferencias, se suspendió de súbito la transmisión del canal abierto y aparecieron voces e imágenes de emisiones televisivas de los años 50’. Falelo, intrigado, preguntó a un vecino de qué se trataba. El hombre sonrió, con la condescendencia de los que conocen algo hace mucho, y le explicó que era un fenómeno habitual en esa época del año, producido por ondas electromagnéticas que volvían desde algún lugar en el espacio sideral, entrando de manera intempestiva en los aparatos de radio o televisión. Tal vez sea debido al magnetismo boreal… En ocasiones, dijo, podían verse programas completos, emitidos veinte o treinta años atrás, incluso de otros países, como de los Estados Unidos de América, por ejemplo.

Esto que me contaba el primo sería otra demostración palpable del aserto del célebre Lavoisier: “Nada se crea, nada se destruye, sólo se transforma”. La eternidad constituye la bóveda insondable del universo, donde todo lo que ocurrió, ocurre y ocurrirá permanece allí, girando al ritmo de las perfectas esferas, esperando su momento de manifestación en las más variadas e insólitas formas y expresiones, de acuerdo a un orden, a una sabiduría, a un conocimiento originario que parece escapar por completo a cualquier posibilidad de entendimiento para el ser humano.

Entretanto, el paliativo para la angustia existencial frente al misterio del devenir, impulsa al homo erectus a la creación interminable de dioses, a menudo a nuestra imagen y semejanza, para sortear la fatalidad de ese abismo que la dualidad vida-muerte nos presenta a diario, sin otra revelación que esa esperanza nutrida en nuestro propio desasosiego. Ni los credos escatológicos ni la ciencia, hasta ahora, nos entregan una respuesta sólida y valedera.

El amigo ateo y materialista que me acompaña, dice: -“Es que no hay respuesta posible, como no sea la absoluta convicción del absurdo”.

Pero yo no iba a elucubrar aquí una cuestión metafísica, aunque me suele ocurrir que las palabras escapen a mi control, como si se enredaran en el torbellino del viento…

Más que atrapar esas imágenes y sonidos extraviados en el éter, a mí me preocupa el destino de las palabras que salen de nuestra boca. Gustavo Adolfo Bécquer, el gran poeta romántico español, dice en un famoso verso –como tantos otros que utilicé para encantar a mis novias de antaño-: Los suspiros son aire y van al aire/ Las lágrimas son agua y van al mar./ Dime, mujer, cuando el amor se olvida,/ ¿sabes tú adónde va?

-“Suena cursi, en esta época”- refuta mi amigo.

Un compositor de música popular reemplaza “suspiros” por “palabras”, en el verso famoso, y queda bien, porque los suspiros, en boca del enamorado, no son otra cosa que sílabas unidas en la prosodia del amor perdido, razón fundamental de lo romántico: llorar por lo que se fue, anhelar lo que nunca se tendrá… “Ya es mío todo lo que perdí”, como canta Serrat... Y en estas asociaciones, un tanto dislocadas y arbitrarias, recuerdo a Camilo José Cela, cuando le entrevistaron en televisión, dos semanas después de recibir el Premio Nobel de Literatura 1989. La joven periodista, entre otras cosas, le formuló esta pregunta: -“Señor Cela, es sabido que usted abomina de los románticos. Pues, ¿cómo definiría a un romántico?”-

-“Bueno, mire usted, para mí romántico es el tío aquél que le envía una esquela perfumada a la vecina cuando lo que tendría que hacer es pellizcarle el culo. Pues así de sencillo y dejémonos de melindres… Yo prefiero el realismo desnudo”.

Vuelvo a las palabras perdidas, a esas que se lleva el viento, según la vieja sabiduría oral que inauguró entre nosotros la cultura. ¿A dónde vuelan esas verbas que a diario pronunciamos, en las más variadas circunstancias? ¿Alguna vez las recuperaremos? Quizá al ingresar en la vida eterna prometida, nos sea entregado un libro con nuestras propias palabras recuperadas, a la medida de nuestros sueños: un poemario para el poeta; una novela para el narrador; un diario para el memorialista; una memoria de gestión para el empresario; un libro de diagnósticos para el médico… No sigo. En todo caso, esa obra será nuestra verdad última, sin omisiones, ni palabras ni cifras borroneadas; sin enmienda ni rectificación alguna. Definitiva.

-“Celebro tu imaginación-, me dice el ateo acompañante, pero mejor te vendría, para tu salud mental, asumir que todo lo que se pierde, comenzando por las palabras y siguiendo por tu propio ser, se lo lleva el viento”.

-“Quizá- le digo, pero no me basta”.

(Porque yo espero cada día que el mismo viento me devuelva mis palabras).
Moure Rojas, Edmundo
Moure Rojas, Edmundo


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