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Villa Fresia

viernes, 05 de septiembre de 2014
“Cuando el hombre piensa,
es un mendigo,
y un Dios cuando sueña”.
Hölderlin.

Villa Fresia
En aquellos años de juventud, a Rafael le llamaba la atención que en numerosas casa-quintas del barrio, en la fachada, sobre uno de los pilares de la verja, sus propietarios exhibieran un letrero, a veces en hojalata bronceada; en casos excepcionales, sobre mosaicos adosados a la pared, con la curiosa denominación de “villa”. No estarían enterados, a lo mejor, que “villanos” eran los habitantes de las villas o caseríos levantados en las afueras de los castillos medievales, pero este nombre - pensaban ellos- otorgaba a sus moradores un cierto prestigio, dentro de los equívocos y frágiles rangos con que los pequeñoburgueses procuran sobresalir, merced al tamaño, número y calidad de sus propiedades.

Rafael vivía en una casa-quinta de respetables dimensiones, que su abuelo había adquirido y edificado, a comienzos del siglo XX, quizá en la óptima ubicación del barrio, pero sus padres omitieron ese pretencioso letrero, pues la casa era airosa y señorial por sí misma, rodeada de altas palmeras y árboles frondosos… Lo más común era que las “villas” en cuestión llevasen nombre femenino; así, “Villa Elena”, “Villa Rosa Ester”, “Villa Las Marías”. Junto a esa marca de prosapia, especie de blasón nobiliario vuelto epónimo de circunstancia, sus moradores solían colgar ordinarias cartulinas o trozos de papel de estraza donde se leía avisos como: “Se vende miel”, “Huevos frescos”, “Se vende paltas”, “Clases de piano”; hasta “Se arregla ropa”, modesto mensaje que aparecía en “Villa Mercedes”, donde moraba una joven costurera de ojos verdes.

La pedestre necesidad puede poner a prueba cualquier arresto de grandeza genealógica.

Durante esos cinco años, en que Rafael trabajó como dependiente, cargador, cajero, aseador y contable en la ferretería de su padre, se dio maña para leer, en el escaso tiempo disponible, muchos y variados libros, pero sobre todo los que le recomendaba un vecino cultísimo y algo diletante, que solía caminar hasta el negocio, arrastrando la dificultad acezante de un asma aguda. Al hablar, sus palabras comenzaban y terminaban con un silbido irregular, como el trino de un pájaro que se despidiera de este mundo.

Rafael tenía una poderosa imaginación, que fue cultivando a través de las lecturas y merced a su intuición poética de la vida, facultad que, sumada a una memoria proverbial, le llevaron a descuidar, de manera permanente e irremediable, las virtudes pragmáticas que otorgan seguridad y renombre a la existencia… En otras palabras, debió haber empleado mejor la calculadora de réditos que su prurito imaginativo. Pero los seres humanos actuamos según móviles afines a nuestra naturaleza, y solemos aprender las leyes de la vida cuando ya es demasiado tarde; por eso Vicente Huidobro (gran imaginativo) afirma: “Experiencia, así llaman los viejos a la suma de sus fracasos”. Este aserto lo leyó también Rafael a temprana edad, pero no aquilató entonces su rotunda certeza.

Soñaba Rafael con poseer una casa con antejardín y patio trasero, donde hubiese un parrón y una parrilla para asar carne los fines de semana, y compartirla con amigos y parientes, en el ancestral sacramento del vino, el pan y la palabra. Esa villa, que no llevaría nominación en su frontis, iba a llamarse Fresia, flor sureña y primaveral que no se marchitará en el corazón de Rafael; tampoco en su magín, donde mora aquella “loca de la casa” que hace posible toda creatividad, pero que, como lo fuera en el caso de Alonso Quijano El Bueno, puede también llevar a la locura o al extravío. Es un riesgo que hay que asumir, si pretende uno saltar por sobre la gris mediocridad de los días y eludir la aquiescencia del subordinado… Así reflexionaba Rafael, en el bullir sin pausa de sus sueños disparatados.

En el fondo del patio de Villa Fresia habría un pequeño gallinero, con un gallo y cinco gallinas, porque Rafael había leído, en un antiguo libro portugués, escrito quizá por Antero de Quental, donde el ilustre poeta lusitano afirmaba que esa era la medida justa para la mutua felicidad conyugal; en todo buen gallinero, entiéndase: un macho cantor y cinco hembras cacareadoras. El fruto diario y palpable serían huevos frescos para alegrar el desayuno, aún con el riesgo sonoro del despertador plumífero.

Y no iba a faltar un perro de buena estirpe. Rafael soñaba con un borzoi, el esbelto galgo ruso, raza a la que fue aficionado León Trotsky, y asimismo el catalán Ramón Mercader, su asesino ejecutor en México, según orden del feroz georgiano, Josip Stalin, quien prefería los gatos sibilinos a los fieles canes. El mal y el bien suelen confluir en los destinos humanos.

Villa FresiaEl borzoi iba a llamarse “Tambre”, nombre del río compostelano, porque Rafael intuiría que, muchos años después, cuando conociese Galicia, su lugar predilecto iba a ser la ciudad del Apóstol Peregrino, la “villa regia” de Carlomagno, y los topónimos de los ríos amados resultaban inmejorables para denominar a nuestros cuadrúpedos camaradas, según hábito de su padre gallego.

Y habría pájaros cantores, en una enorme jaula levantada bajo un sauce, a cuyos pies correría un regato o arroyuelo, pues los sones del agua siempre han inspirado el canto de las aves; es cosa de preguntar a los zorzales mañaneros o a las tencas vespertinas. Toda música nace del rumor de las aguas. Como dijera un viejo poeta árabe: “La lluvia es el arpa del cielo”.

Con los años, habría niños correteando bajo el parrón, balanceándose en el columpio sostenido por uno de los fuertes brazos del sauce, y una mujer blanca y hermosa, sentada en silla de mimbre, cantando al son de su guitarra: “Somos mucho más que dos…” Y también el abuelo hilando historias para sus nietos, desde la rueca de un casal perdido entre los montes de la Galaequia remota.

Pero, tanto la imaginación y los sueños, como los cálculos pragmáticos, serán confrontados, tarde o temprano, con eso que llamamos “realidad”. Rafael no sería la excepción.

Y aunque la porfía soñadora de Rafael iba a volcarse en el ejercicio irrenunciable de la palabra literaria, los apremios cotidianos le presentarían, sin tregua, cuentas y compromisos, sobresaltándole con violencia de sus recurrentes ensoñaciones.

Ahora, viejo y cansado, aunque memorioso, con el polvo de innúmeras derrotas estrechándole sus bronquios, como si una gigantesca mano acreedora le oprimiera el pecho, Rafael sueña con una imagen que a ratos parece pesadilla y en ocasiones sueño liberador, sin poder descifrar aún la plenitud de su significado…

Es el ocaso de una tarde lluviosa, quizá un jueves, parodiando el poema de César Vallejo: “Me moriré en París con aguacero/ tal vez un jueves, como es hoy, de otoño”... Atilio le ayuda a cerrar el negocio, al término de la jornada. De pronto, aparece una pequeña bandada de pájaros negros que entran en la ferretería, alborotando con graznidos aleves que semejan odiosas imprecaciones… Rafael, como en muchos momentos aciagos de su vida, no reacciona con prontitud, pero Atilio ha cogido una escoba de curagüilla y las ha emprendido a golpes con las intrusas aves negras, expulsándolas hacia la calle… -“La curagüilla, llamada ‘sorgo escobero’, es capaz de aventar las peores alimañas, porque es muy limpiadora”- ha dicho Atilio, desde su campesino conocimiento).

Rafael baja la cortina de la ferretería, de un solo y definitivo golpe, como si hubiese clausurado una puerta hasta el fin de los tiempos… No volverá a levantarla, porque piensa que es hora de curarse de los acerbos y fallidos resabios de la memoria… Entonces, camina, como si fuese un romero atado a su bordón, y vuelve a soñar en que recibirá el regalo de una vejez tranquila en los patios arbolados de Villa Fresia.
Moure Rojas, Edmundo
Moure Rojas, Edmundo


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